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16 de marzo de 2013

El Anschluss y el encuentro de Hitler con su amigo de juventud


"Considero una predestinación feliz haber nacido en la pequeña ciudad de Branau sobre el Inn; situada precisamente en la frontera de esos dos Estados alemanes, cuya fusión se nos presenta - por lo menos a nosotros los jóvenes - como un cometido vital que bien merece realizarse a todo trance. La Austria germana debe volver al acervo común de la patria alemana, y no por razón alguna de índole económica. No, de ningún modo, pues, aun en el caso de que esa unión considerada económicamente fuese indiferente o resultase incluso perjudicial, debería llevarle a cabo a pesar de todo. Pueblos de la misma sangre corresponden a una patria común. Mientras el pueblo alemán no pueda reunir a sus hijos bajo un mismo Estado, carecerá de un derecho moralmente justificado para aspirar a una acción de política colonial. Sólo cuando el Reich, abarcando la vida del último alemán, no tenga ya la posibilidad  de asegurarle a éste la subsistencia, surgirá de la necesidad del propio pueblo la justificación moral de adquirir posesión sobre tierras en el extranjero. El arado se convertirá entonces en espada y de las lágrimas de la guerra brotará para la posteridad el pan cotidiano."

Así comienza Mein Kampf, Mi Lucha, de Adolf Hitler. Con esto, sobran las palabras sobre la importancia que daba Hitler a la unión de Austria y Alemania, el llamado Anschluss. El que lo consiguiera nos da una idea sobre el tesón y la voluntad del Führer. 

En una conferencia del partido, Hitler manifestó la intención de convocar una votación por toda Alemania y Austria el 10 de Abril para confirmar el Anschluss. Ésta era la pregunta:

- ¿Acepta a Adolf Hitler como nuestro Führer y, por tanto, acepta la reunificación de Austria con el Reich alemán como se efectuó el 13 de marzo de 1938?

El resultado desbordó al mismo Hitler. De los 49.493.028 con derecho a voto, votaron 49.279.104; y de éstos, 48.751.857 adultos (el 99.08%) confirmaron su apoyo a las medidas de Hitler. Tanta unanimidad resultaba casi desconcertante. 

Hitler dio instrucciones a Ribbentrop para que el ex canciller Schuschnigg recibiera un trato digno y se le proporcionara un refugio tranquilo en cualquier parte. Pero al cabo de unos años -como tantas otras órdenes de Hitler- esto acabó por olvidarse, y Schuschnigg fue internado en un campo de concentración hasta que le liberaron en 1945.

(El Camino de la Guerra, David Irving)

Puesto que considero la unión de Austria un hecho casi sentimental de Hitler, vamos a relatar lo que su amigo August Kubizek escribió al respecto:

- El 12 de marzo del año 1938 atravesó Adolf Hitler la frontera, exactamente por el mismo lugar en el que su padre había servido como funcionario de aduanas. El ejército alemán entraba en Austria. La noche del 12 de marzo habló Hitler desde el balcón del ayuntamiento de Linz, que seguía siendo todavía tan modesto y sencillo como en tiempos de nuestra juventud, a la población de la ciudad congregada en la Plaza principal. Me hubiera gustado dirigirme a Linz, para hablar con él, pero tenía tanto que hacer buscando alojamiento para las tropas alemanas, que no me fue posible abandonar Eferding. Pero cuando el 8 de abril llegó Hitler de nuevo a Linz y después de una manifestación política en los talleres de la fábrica de locomotoras Krauss se instaló en el Hotel Weinzinger, traté de entrevistarme con él. La plaza delante del hotel estaba llena de gente. Me abrí paso a través de la multitud hasta la línea de guardias y les dije a los hombres de las SA que quería hablar con el canciller del Reich. Estos me miraron en el primer momento con extrañeza, y me tuvieron, con seguridad, por un loco. Pero cuando les enseñé una de las cartas de Hitler, se desconcertaron y llamaron a un oficial. Cuando también éste hubo visto la carta, me dejó pasar en seguida y me acompañó hasta el vestíbulo del hotel.

El vestíbulo parecía un enjambre de abejas. Numerosos generales formaban grupos y comentaban los acontecimientos. Ministros del Estado, conocidos por las revistas ilustradas, altos funcionarios del partido y otras personas de uniforme entraban y salían. Los ayudantes, posibles de reconocer por sus brillantes charreteras, pasaban presurosamente por la estancia. Y todo este agitado movimiento giraba en torno a un solo hombre, él mismo, a quien yo quería también ver. Sentí que la cabeza me daba vueltas, y me di cuenta de que mi empresa carecía de sentido. Tenía que hacerme a la idea de que mi antiguo amigo de juventud era ahora el canciller del Reich, y que este cargo, el máximo en el Estado, había creado entre nosotros una distancia infranqueable. Los años en que yo era la única persona a la que él dedicara su amistad y a quien confiara los problemas más íntimos de su corazón, habían terminado de manera definitiva. En consecuencia, lo mejor sería alejarme de nuevo de allí y no interponerme por más tiempo el camino de estos elevados personajes, que con toda seguridad deberían atender a importantes misiones.

Uno de los ayudantes más destacados, Albert Bormann, a quien yo había transmitido mi deseo, vino a mi de nuevo al cabo de unos instantes y me participó que el canciller del Reich se encontraba algo indispuesto y que hoy no recibiría ya a nadie. Me rogaba venir de nuevo mañana al mediodía. Bormann me invitó luego a sentarme por unos momentos, pues quería hacerme algunas preguntas. Me preguntó, con voz doliente, si en su juventud el canciller se había acostado siempre tan tarde. En la actualidad no se acostaba jamás antes de la medianoche, y dormía hasta avanzada la mañana, en tanto que los que le rodeaba, que por la noche debían seguir el ejemplo del canciller, debían levantarse temprano también a la mañana siguiente. Bormann se lamentó también de los accesos de cólera de Hitler, a los que nadie podía hacer frente, así como de la extraña alimentación del canciller, que consistía en manjares sin carne, platos a base de harinas y zumos de frutas. ¿Era ésta también la costumbre del canciller en su juventud?

Yo contesté afirmativamente, pero añadí que entonces solía comer también carne. Con ello me despedí. Este Albert Bormann era un hermano del conocido dirigente del Reich Martin Bormann.

Al día siguiente me dirigí de nuevo a Linz. Toda la ciudad estaba en pie. En todas las calles se agolpaba la multitud. Conforme iba acercándome al hotel Weinzinger, tanto más compacta se hacía la masa. Finalmente, pude abrirme paso hasta el hotel y ocupé de nuevo un sitio en el fondo del vestíbulo. La excitación y la agitación eran aún mayores que el día anterior. El día de hoy era el fijado para el plebiscito anunciado para Austria. Es fácil de imaginarse que en torno a la persona de Adolf Hitler se concentraban todas las decisiones. De todas formas, no hubiera podido encontrar una oportunidad menos favorable para este reencuentro. Calculé mentalmente. A principios de julio de 1908 nos habíamos despedido en el vestíbulo de la estación del Oeste. Hoy era el 9 de abril de 1938. Habían transcurrido, pues, exactamente treinta años entre aquella inesperada separación en Viena y el encuentro de hoy, caso de que ésta pudiera llegar a realizarse. Treinta años -¡la vida entera de un hombre!- ¡Y qué acontecimientos más trascendentales no habían traído consigo estos treinta años!

Yo no me hacía la menor ilusión de lo que habría de suceder, si es que Hitler sentía realmente el deseo de verme. Un breve apretón de manos, quizá un familiar golpecito en la espalda, un par de apresuradas palabras, dichas entre la puerta y el dintel, y con ello tendría que darme por satisfecho. Me había preparado también cuidadosamente un par de palabras adecuadas. Lo que me causaba ciertas preocupaciones era la manera como debía dirigirme a él. Era imposible dirigirme al canciller del Reich como "Adolf". Sabía bien cuán penoso le era cualquier falta de protocolo. Lo mejor sería atenerse a la interpelación generalmente utilizada. Pero Dios sabría si llegaría a tener siquiera ocasión de recitar el "discurso" preparado.

Lo que luego tuvo lugar va unido lógicamente en mi recuerdo a la emoción del momento. Cuando Hitler salió repentinamente de una de las habitaciones del Hotel Weinzinger, me reconoció al instante y me tomó del brazo, dejando plantado a su séquito y saludándome con un alegre "¡He, Gustl!"

Recuerdo todavía cómo tomó entre sus dos manos mi mano derecha, extendida hacia él, y cómo sus ojos, claros y penetrantes como en otros tiempos, se clavaron en mí. Lo mismo que yo, estaba él también visiblemente emocionado. Pude adivinarlo en el timbre de su voz.

Los dignos personajes del vestíbulo nos miraron a los dos con asombro. Nadie conocía a este extraño hombre de civil a quien el Führer y canciller del Reich saludaba con una cordialidad que muchos me envidiaban, con toda seguridad, en estos momentos.

Finalmente, pude recobrar de nuevo la serenidad y declamé las palabras preparadas. Él me escuchó atentamente mientras sonreía ligeramente. Cuando hube terminado, asintió con la cabeza, como si quisiera decir: "¡Bien aprendido, Gustl!", o incluso quizá: "Mi amigo de la juventud me habla ahora como todos los demás". A mi, sin embargo, que parecía fuera de lugar cualquier muestra de confianza que partiera de mí. Después de una breve pausa, me dijo: "Venga usted".

Es posible que con mis estudiadas palabras no me aplicara ya aquel "tú", utilizado por él en su carta del año 1933. Pero, hablando con franqueza, me sentí aliviado cuando le oí dirigirse a mí de "usted".

El canciller del Reich me procedió hasta el ascensor. Subimos hasta el segundo piso del hotel, donde se encontraban sus habitaciones. Su ayudante personal abrió la puerta. Entramos en ellas. El ayudante salió de la estancia. Estábamos solos. Nuevamente tomó Hitler mi mano, me miró fijamente durante largo rato y dijo:

- Su aspecto es exactamente igual al de entonces, Kubizek. Le hubiera reconocido al instante en cualquier parte. No ha cambiado, solo ha envejecido. 

Después me llevó hasta la mesa y me invitó a sentarme ante ella. Me aseguró cuánto se alegraba de volver a verme al cabo de tanto tiempo. Le había complacido especialmente mi felicitación, pues yo era quien mejor sabía cuán difícil había sido para él el camino. Esta ocasión no era ciertamente la más favorable para una larga conversación, pero confiaba que en el futuro habría de presentarse ocasión para ello. Él ya me lo haría saber. No era aconsejable escribirle a él directamente, pues las cartas que se le escribían no llegaban, muchas veces, siquiera a sus manos, pues debían ser previamente seleccionadas para descargar su trabajo.

- Yo no tengo ya vida privada como en aquellos tiempos, ni puedo hacer tampoco lo que quiero, como cualquier otra persona.

Así diciendo se levantó y se acercó a la ventana, que ofrecía una perspectiva sobre el Danubio. Seguía allí todavía el viejo puente de tirantes, que tanto le había enojado ya en su juventud. Como era de esperar, se refirió inmediatamente a él.

- ¡Este feo camino! -exclamó- sigue todavía aquí. Pero no por mucho tiempo, se lo aseguro a usted, Kubizek.

Con ello, se volvió de nuevo a mi y sonrió:

- A pesar de todo, me gustaría cruzar una vez más este puente en su compañía. Pero esto no es posible ya, pues allí donde yo aparezco, todos vienen detrás de mí. Pero, créame, Kubizek, es mucho lo que me propongo hacer todavía en Linz.

Esto no lo sabía nadie mejor que yo. Como era de esperar, me expuso de nuevo todos aquellos proyectos que le ocuparan en su juventud, como si entre tanto no hubieran transcurrido treinta, sino a lo sumo tres años.

Poco antes de haberme recibido a mí había recorrido en coche la ciudad, para informarse acerca de las modificaciones que habían sufrido sus edificaciones. Ahora me expuso los distintos proyectos. El nuevo puente sobre el Danubio, que debía llevar el nombre de "Puente de los Nibelungos", debía ser una obra de arte. Me refirió con detalle la ejecución de las dos cabezas del puente. Después me habló -yo me sabía ya desde un principio el orden de continuidad- del Teatro Municipal, que debería recibir ante todo un nuevo escenario. Cuando estuviera terminada la nueva Ópera, que habría de venir a sustituir la fea estación, el teatro sería utilizado solamente para las comedias y las operetas. Además, Linz necesitaba también una nueva sala de conciertos, si es que quería ser digna del nombre de una ciudad de Bruckner.

- Quiero que Linz ocupe una situación destacada desde un punto de vista cultural y crearé las condiciones necesarias para ello.

Yo pensé que con ello estaría terminada ya la entrevista. Pero Hitler pasó ahora a referirse a la creación de una gran orquesta sinfónica para Linz, y con ello la conversación dio un brusco giro hacia lo personal.

- "¿Qué ha sido de usted, realmente, Kubizek?"

Yo le expliqué que desde el año 1920 era un funcionario de la comunidad, actualmente en el cargo de un magistrado municipal.

- "¿Magistrado municipal - preguntó- qué significa esto?"

Ahora fui yo el desconcertado. ¿Cómo podía explicarle en pocas palabras lo que debía entenderse bajo este cargo? Busqué en mi vocabulario la expresión más adecuada para ello. Pero entonces me interrumpió:

- ¡Así pues, se ha convertido usted en un funcionario, un escribiente! Esto no es lo más adecuado para usted. ¿Adónde han ido a parar sus inclinaciones musicales?

Le contesté la verdad, que la guerra perdida me había lanzado por completo fuera de la órbita de mis inclinaciones. Si no quería pasar hambre, era forzoso cambiar de profesión. 

Hitler asintió gravemente y dijo luego:

- Sí, la guerra perdida.

Después fijó de nuevo en mí la mirada y dijo:

- Usted no acabará su tiempo de servicio como escribiente de la comunidad, Kubizek.

Por lo demás, me comunicó su interés por ver este Eferding, del que yo le hablaba.

Le pregunté si lo decía en serio.

- Naturalmente que iré a visitarle, Kubizek -confirmó-, pero mi visita será para usted solo. Entonces nos dirigiremos los dos juntos de nuevo hacia el Danubio. Aquí no es posible, pues no me dejan salir solo.

Quiso saber si me ocupaba de la música con el mismo celo de antes.

Ahora habíamos llegado a mi tema favorito y así pasé a referirle con todo detalle la vida musical en nuestra pequeña ciudad. Temía que, a la vista de los trascendentales problemas sobre los que había de decidir en aquel entonces, mi informe habría de aburrirle. Pero me había equivocado. Cuando, para ganar tiempo, le refería algo solo por encima, le atajaba inmediatamente:

- ¡Qué dice, Kubizek, incluso sinfonías ejecutan ustedes en esta pequeña Eferding! Esto es maravilloso. ¿Qué sinfonías han ejecutado ustedes?

Yo anoté: la "Inacabada" de Schubert, la Tercera de Beethoven, la Sinfonía de Júpiter, de Mozar, la Quinta de Beethoven.

Hitler quiso saber el número y composición de los ejecutantes de mi orquesta, se mostró asombrado por mis datos y me felicitó por mis éxitos.

- Tengo que ayudarle a usted, Kubizek -exclamó-; redácteme usted un informe y dígame qué es lo que le hace falta. ¿Y cómo le va a usted personalmente? ¿No tiene usted ninguna necesidad?

Le contesté que mi cargo me permitía una existencia ciertamente modesta, pero enteramente satisfactoria, y que en consecuencia no tenía que pedirle ningún favor personal. 

Levantó la mirada sorprendido. Que alguien no tuviera nada que pedirle, parecía ser algo poco corriente para él.

- ¿Tiene usted hijos, Kubizek?

-¡Si, tres hijos!

- Tres hijos, repitió conmovido.

Repitió varias veces estas palabras y con el rostro muy serio.

- Tres hijos tiene usted, Kubizek. Yo no tengo familia. Estoy solo. Pero quisiera poder preocuparme de sus hijos.

Tuve que contarle con detalle de mis hijos. Quería saber todos los detalles. Se alegró al saber que todos estaban dotados musicalmente y que dos de ellos eran también hábiles dibujantes.

- Yo me hago cargo de la tutela para la instrucción de sus tres hijos, Kubizek - me dijo - ; no quisiera que otros seres jóvenes y dotados tuvieran que seguir el mismo penoso camino que seguimos nosotros. Ya sabe usted, lo que tuvimos que sufrir en Viena. Y para mí, los tiempos más difíciles empezaron tan solo después de que nuestros caminos se habían ya separado. Allí donde yo puedo ayudar personalmente, ayudo. ¡y mucho más si se trata de sus hijos, Kubizek!

Quiero añadir en este lugar, que el canciller del Reich costeó, efectivamente, los gastos de la educación musical de mis tres hijos en el Conservatorio Bruckner de Linz a través de su oficina, y que por disposición suya los trabajos de dibujante de mi hijo fueron enjuiciados por un profesor de la academia en Munich.

Yo había contado simplemente con un apretón de manos, y ahora, llevábamos ya, en realidad, más de una hora juntos.

El canciller del Reich se levantó. Creí que la conversación habría terminado, y me levanté también. Hitler, sin embargo, hizo entrar a su ayudante y le dio las disposiciones relativas a mis hijos. Aquel le llamó entonces la atención sobre las cartas que yo conservaba todavía de los tiempos de nuestra juventud. 

Ahora tuve yo que extender las cartas, tarjetas y dibujos encima de la mesa. Su asombro fue grande al ver el considerable número de estos recuerdos. Quiso saber cómo se habían conservado estos documentos. Yo le hablé del cofre pintado de negro conservado en el desván, con su bolsa en la tapa y el sobre con la anotación "Adolf Hitler". Contempló atentamente la acuarela del Pöstlingberg. Había algunos hábiles pintores, que sabían copiar tan exactamente sus actuaciones, que éstas no podían distinguirse ya del original, me refirió. Estas gentes mantenían un fructífero  negocio y encontraban en todas partes tontos que caían en este engaño. Lo mejor sería no soltar de la mano este original.

Como ya en cierta ocasión habían intentado arrebatarme este material, le pregunté al canciller del Reich su opinión sobre este particular.

- Estos documentos son propiedad exclusiva suya, Kubizek - me contestó - ; nadie podrá nunca discutírselos. 

La conversación versó después sobre el libro de Rabitsch. Había sido alumno de la escuela real de Linz algunos años más tarde que Hitler, y escrito, probablemente con la mejor intención, un libro sobre la época escolar de aquel. Pero Hitler estaba muy indignado por ello, dado que Rabitsch no le había conocido siquiera personalmente.

- Vea usted, Kubizek, desde el principio estuve disconforme con ese libro. Solamente puede escribir sobre mí alguien que me conociera realmente. Y si alguien es aquí el más indicado, éste es usted, Kubizek.

Y volviéndose a su ayudante, añadió:

- Tome usted en seguida nota de ello.

Con ello tomó de nuevo mis manos:

- Ya ve usted, Kubizek, cuán necesario es que nos veamos más a menudo. Cuando me sea posible le llamaré a usted de nuevo.

La entrevista había terminado. Como embriagado abandoné el hotel.

Nota: las fotografías que acompañan este post no tienen nada que ver con el encuentro de Kubizek con Hitler. Lamentablemente, o no existen, o yo no las he visto nunca. 

11 de enero de 2012

Un encuentro entre amigos


John Toland narra en su libro un momento emotivo en la vida de Hitler. El 3 de agosto de 1939, durante el Festival Wagner, tuvo un encuentro entre el Führer y su amigo de juventud Kubizek. Un oficial de las SS acompañó a Kubizek hasta Hitler, quien le tomó sus dos manos. Kubizek apenas podía hablar de la emoción. Kubizek sacó un grueso manojo de tarjetas con fotografías del Führer y le preguntó si podía firmarlas para sus amigos. Hitler se puso las gafas y firmó obedientemente las postales. Después Hitler le llevó por el jardín que conducía a la tumba de Wagner y le dijo a su amigo:

- Me siento feliz de que nos encontremos una vez más en este lugar, que siempre ha sido para nosotros dos el sitio más venerable.

En el epílogo del libro de Kubizek nos cuenta éste las veces que se encontró con Hitler una vez se convirtió en canciller. Podemos imaginar lo especial que tuvo que ser para los dos el reencuentro. Desde que separaron sus destinos, siendo unos jovenzuelos llenos de ilusiones, no se habían visto. Y ahora, Hitler era el flamante canciller del Reich y uno de los hombres más poderosos y famosos del mundo. Se me antoja muy interesante el hecho, ya que nos dice mucho de la personalidad de Hitler. Éste se mostró siempre con bastante modestia, lejos de la arrogancia que podría mostrar. Es importante notar que Kubizek no se diera a conocer alardeando de haber sido amigo de Hitler cuando más lo pudo hacer. Ello nos indica que fueron amigos de verdad. Dejemos que sea el propio Kubizek quien narre su experiencia:

- A las dos se presentó un oficial de las SS en mi alojamiento y me invitó a seguirle. No había un gran trecho hasta Wahnfried. En el vestíbulo de la casa me aguardaba el Obergruppenführer Julius Schaub, quien me condujo a vestíbulo mayor en la que se hallaban numerosas personalidades que conocía por haberlas visto en Linz o en las revistas ilustradas. La señora Winifred Wagner sostenía allí una animada charla con el ministro del Reich Hess. El Obergruppenführer Brückner charlaba con el señor Von Neurath y unos generales. Había muchos militares en la sala y de repente recordé que la situación política estaba muy tensa, sobre todo por lo que hacía referencia a Polonia y que continuamente se hablaba de tener que tomar una decisión por la fuerza. En aquel ambiente tan cargado me encontraba muy desplazado y aquella sensación que ya me había dominado en el vestíbulo del Hotel Weinzinger se volvió a apoderar de mi. No cabía la menor duda de que el Reichskanzler, antes de regresar a la capital, quería intercambiar unas palabras conmigo. Mientras el corazón me latía rápidamente, traté de encontrar unas palabras de agradecimiento. El ayudante que estaba de guardia a la misma hizo una señal al Obergruppenführer Schaub, a lo cual éste se acercó a mi y me acompañó hasta la puerta en cuestión. Abrió la puerta y anunció: "¡Mi Führer, el señor Kubizek!" Dio unos pasos atrás y cerró la puerta a mis espaldas. Yo estaba a solas con el Canciller del Reich.

     Sus claros ojos brillaban por la alegría de nuestro encuentro. Con rostro resplandeciente avanzó hacia mí. Nada permitía adivinar en aquel momento la gigantesca responsabilidad que cargaba sobre sus hombros. A mí me dio la impresión de ser uno más de los invitados que habían asistido a los Festivales. Aquella atmósfera de felicidad que se respiraba por doquier en Bayreuth también le había prendido a él. Me cogió la mano derecha entre las suyas y me dio la más cordial bienvenida. Aquel saludo íntimo en un lugar tan sagrado me conmovió tan profundamente que apenas tenía fuerzas para hablar. Mis palabras de agradecimiento debieron sonar ridículas y emití un suspiro de alivio cuando dijo "¡Sentémonos!"

Durante el encuentro, los dos viejos amigos hablaron de los viejos tiempos, de las representaciones de Wagner que vieron. Hitler también se mostró muy satisfecho porque dijo que ahora el pueblo podía acudir al Festival. Y Hitler le dijo:

- Ahora le tengo a usted como testigo aquí en Bayreuth, Kubizek, puesto que es el único que sabe que desarrollé por primera vez estos pensamientos cuando todavía era un hombre pobre y desconocido. Por aquel entonces me preguntó usted cómo pensaba desarrollar estos planes. Y ahora es testigo de la realización de los mismos.

Después Hitler le presentó a su amigo a Winifred Wagner.  Hitler enseñó a su amigo el piano de cola de Wagner y la grandiosa biblioteca. Hitler también le presentó a la señora Wagner. Entonces Hitler recordó el episodio vivido junto a su amigo y que ya relaté en el blog: http://www.estudiodehitler.com/2010/02/la-vision.html y Hitler dijo en ese momento:

- ¡Fue entonces cuando todo empezó!

Al despedirse de su amigo, Hitler le dijo:

- Quiero tenerle siempre aquí a mi lado.

Recomiendo leer las memorias de Zubizek, tituladas "Adolf Hitler, mi amigo de juventud". Nos rebelan muchos e interesantes datos sobre la personalidad de Hitler. Nos hacen ver que Hitler fue una persona perfectamente capacitada para la amistad y no como el ser huraño y huidizo que nos quieren presentar. 



12 de diciembre de 2010

Hitler y Wagner

Recientemente el director de orquesta argentinoisraelí Barenboim ha pedido que deje de identificarse a Wagner con Hitler. La identificación del autor con Hitler es tan grande que en Israel está prohibido interpretarlo. Lo cierto es que es difícil alejar al compositor del Führer, por mucho que no se conocieran ni pertenecieran a la misma generación. Sin embargo, acertada o equivocadamente, lo que es innegable es la influencia que Wagner tuvo en Hitler. Ya tratamos en su día el estado de éxtasis en que quedó un Hitler adolescente después de presenciar un concierto del maestro y que su amigo de juventud Kubizek relató de manera muy detallada.

Ya desde muy pequeño Hitler sintió atracción hacia la música. Incluso tomó lecciones de piano con el mismo profesor de su amigo Kubizek. La hermana de Hitler, Paula, le recordaba durante horas sentado ante un piano de cola. La mala salud de la madre de Hitler impidió que el futuro Führer siguiera con las clases (Toland, página 47).  No es casualidad que el encuentro de Hitler y Kubizek en 1938 fuera precisamente durante las representaciones de Bayreuth y precisamente durante "El ocaso de los dioses". La pareja visitó uno de sus lugares sagrados: la tumba de Wagner. 

Hitler nunca se cansaba de escuchar a Wagner. La ópera favorita de Hitler era Lohengrin, que era capaz de ver en numerosas interpretaciones. El Führer tenía siempre la biografía de Wagner escrita por Houston Stewart Chamberlain. Era conocido que Hitler era capaz de silbar pasajes de óperas de Wagner y que entretenía con ello a sus compañeros. La primera vez que Hitler estuvo en Bayreuth, donde residió Wagner, fue en 1923. Hitler accedió al teatro y quedó extasiado. Ya desde un principio Winifred Wagner, que fue la esposa del hijo de Wagner Siegfried, quedó embelesada por Hitler y tuvieron una relación muy amistosa durante toda la vida de Hitler. 

Yo creo que es muy importante el hecho de que Hitler conociera a Winifred Wagner y a Houston Stewart Chamberlain. Éste último era también un fanático de Wagner y estaba casado con la hija más joven del compositor. Ciertamente existió un círculo cerrado en torno a Wagner liderado por Hitler ya durante los años de lucha. El hecho de que Hitler tuviera tan buena relación con Winifred hizo que ésta fuera la regente del festival dBayreuth hasta el año 1944. El nombre de Hitler y Wagner van unidos no solo porque Hitler fue un gran admirador del compositor. Descendientes del maestro fueron amigos y partidarios de Hitler. No solo eso, los Wagner ayudaron a Hitler durante los años de lucha. Le proporcionaban cosas tan sencillas como ropa blanca y porcelana. Incluso le enviaron un ejemplar de las obras completas de Wagner así como partituras originales (Joachim Fest, pag. 356). 

Podemos estar de acuerdo o no con la política cultural y artística de Hitler, pero lo cierto es que fue un hombre más atraído hacia las artes que hacia la política. En sus conversaciones nunca faltan comentarios hacia los artistas:

- Un gran hombre vale mucho más que mil millones en las arcas del estado. Un hombre que tiene el privilegio de estar al frente de un país, no podría hacer mejor uso de su poder que ponerlo al servicio del talento. ¡Ojalá el Partido considere siempre que su principal deber es descubrir y alentar los talentos! Los grandes hombres son los que expresan el alma de una nación.

- No hay nada más bello que ofrecer a la nación monumentos dedicados a la cultura.

- A la larga las guerras se olvidan. Solo quedan las obras del genio humano.

- Me hallo absolutamente decidido a imbuir un poco de cultura en las más pequeñas de nuestras ciudades, de suerte que cada una de ellas pueda presentar de si misma una imagen cada vez más atrayente. Cierto es que toda ciudad no puede pretender recibir el influjo de la cultura más que en la medida de sus tradiciones, ya que esas dos ideas son siempre indisolubles. Bayreuth, Weimar y Dresde, para hablar de ejemplos clásicos, son prueba de ello. Si se reflexiona resulta cierto que es muy difícil asociar una ciudad a la idea de la cultura si no ha habido hombres célebres que respirasen entre sus muros. Son ellos quienes le confieren ese destello  de humanismo que se identifica a la larga con su imagen. 

Joachim Fest relata en su biografía de Hitler una anécdota que ilustra hasta qué punto la música de Wagner era tan importante para Hitler:

- Durante el viaje, mientras atravesaba por la noche el territorio del Ruhr, ante altos hornos incandescentes, ante montañas de escorias y torres extractoras, le embargó uno de aquellos sentimientos de soñador sojuzgamiento propio que despertaban en él el deseo de oír música. Rogó le pusiesen un disco con música de Richard Wagner, meditando después de haber oído el preludio de Parsifal: "Del Parsifal crearé mi propia religión. Un oficio divino en forma solemne... sin teatro de humildad... Sólo con el ropaje del héroe puede servirse a Dios. 

Tampoco debemos olvidar que la estética del nazismo debe mucho a Wagner. Las representaciones y congresos del partido tenían una teatralidad propia de las óperas de Wagner. Fest dice que "Las ideas de Hitler sobre una política convertida en estética se cubrían perfectamente con el concepto", haciendo referencia a la música de Wagner y que "la magnificencia hace ostentación de muerte".  Otro pasaje de la biografía de Fest nos dice:

"Su expresión más elevada la constituía el final de El crepúsculo de los dioses. Siempre que en Bayreuth se derrumbaba entre llamas el castillo de los dioses, bajo los efectos de la rebelión musical, cogía entre sus manos, en la oscuridad del palco, la de la señora Winifried, sentada a su lado, y, emocionado, se la besaba."

Ahora la polémica está nuevamente servida. Esta vez se trata si los judíos pueden escuchar la música de Wagner. El director Barenboim lleva años intentándolo. Wagner y Hitler no fueron contemporáneos. Podemos separar a Wagner de Hitler. Pero no a Hitler de Wagner.  Hitler estuvo íntimamente ligado a su familia y dio un gran impulso al festival de Bayreuth. Wagner fue el compositor que más se oyó durante el III Reich. 

Como curiosidad del destino, decir que el funcionario que casó a Hitler y Eva Braun se apellidaba Wagner. Hitler no pudo encontrar a nadie mejor para la ocasión. 


11 de febrero de 2010

La Visión

El incidente es muy conocido pero no por ello menos espectacular. Lo relató el amigo de juventud de Hitler Kubizek:

- Lo que más fuertemente ha quedado grabado en mi memoria al recordar mi juvenil amistad con Adolf Hitler, no son sus discursos, ni tampoco sus ideas políticas, sino aquella escena nocturna en el Freinberg. Con ello se había decidido, de manera definitiva, su destino. Es cierto que exteriormente se mantenía en su proyectada carrera artística, sin duda por consideración a su madre; pues para éste se aparecía ciertamente como un objetivo mucho más concreto cuando decía que sería pintor artístico que si hubiera dicho: seré político. Sin embargo, la decisión de seguir por este camino tuvo lugar en esta hora solitaria en las alturas que rodean la ciudad de Linz. Tal vez no sea la palabra "decisión" la más adecuada; pues no fue una decisión voluntaria, tomada por sí mismo, sino más bien na visión del camino a seguir, que estaba completamente fuera del alcance de su voluntad.

La pareja de amigos se dirigió al teatro para ver la representación de "Rienzi", de Wagner. Cuando salieron de la representación Hitler caminaba por las calles "serio y encerrado en si mismo, las manos profundamente hundidas en los bolsillos del abrigo, hacia las afueras de la ciudad".

- Aun cuando, por lo general, después de una emoción artística como la que acababa de agitarle, solía empezar a hablar inmediatamente y juzgar agudamente la representación para liberarse a si mismo de las opresoras impresiones, después de ésta de Rienzi guardó silencio durante largo tiempo. Esto me asombró. Le pregunté su parecer sobre la obra. Adolf me miró extrañado, casi con hostilidad.

- Era una sombría y desapacible noche de noviembre. La húmeda y helada niebla se extendía densa sobre las estrechas y desiertas callejuelas. Nuestros pasos resonaban extrañamente sobre el adoquinado. Adolf tomó un camino que pasaba por delante de las pequeñas casitas de los arrabales de la ciudad, aplastadas casi sobre el terreno, y que lleva hasta las alturas del Freinberg. Ensimismado, mi amigo caminaba delante de mi. Todo esto me parecía  casi inquietante. Adolf estaba más pálido que de costumbre. El cuello del abrigo levantado reforzaba aún más esta impresión.

- El camino seguía por entre diminutos y míseros jardines y pequeños prados. La niebla quedaba atrás. Como una masa pesada y hosca gravitaba sobre la ciudad y substraía las casas de los hombres a nuestras miradas.

- ¿A dónde quieres ir? quise preguntar a mi amigo. Pero su delgado y pálido rostro parecía tan distante, que contuve la pregunta. No había ya nadie a nuestro alrededor. La ciudad estaba sumida en la niebla. Como impulsado por un poder invisible, Adolf ascendió hasta la cumbre del Freinberg. Y ahora pude ver que no estábamos en la soledad y la oscuridad; pues sobre nuestras cabezas brillaban las estrellas.


- Adolf estaba frente a mi. Tomó mis dos manos y las sostuvo firmemente. Era éste un gesto que no había conocido hasta entonces en él. En la presión de sus manos pude darme cuenta de lo profundo de su emoción. Sus ojos resplandecían de excitación. Las palabras no salían con la fluidez acostumbrada de su boca, sino que sonaban rudas y roncas. En su voz pude percibir cuán profundamente le había afectado esta vivencia.

- Lentamente fue expresando lo que le oprimía. Las palabras fluyeron más fácilmente. Nunca hasta entonces, ni tampoco después, oí a Adolf Hitler como en esta hora, en la que estábamos tan solos bajo las estrellas, como si fuéramos las únicas criaturas de este mundo. 

- En estos momentos me llamó la atención algo extraordinario, que no había observado jamás en él, cuando me hablaba lleno de excitación; parecía como si fuera otro Yo el que hablara por su boca, que le conmoviera a él mismo tanto como a mi. Pero no era, como suele decirse, que un orador es arrastrado por sus propias palabras. ¡Por el contrario! Tenía más bien la sensación como si él mismo viviera con asombro, con emoción incluso, lo que con fuerza elemental surgía en su interior. No me atrevo a ofrecer ningún juicio sobre esta observación. Pero era como un estado de éxtasis, un estado de total arrobamiento, en el que lo que había vivido en "Rienzi", sin citar directamente este ejemplo y modelo, lo situaba en una genial escena, más adecuada a él, aun cuando en modo alguno como una simple copia del "Rienzi". Lo más probable es que la impresión recibida de esta obra no fuera más que el impulso externo que le hubiera obligado a hablar. Como el agua embalsada que rompe los diques que la contienen salían las palabras de su interior. En imágenes geniales, arrebatadoras, desarrolló ante mi su futuro y el de su pueblo...


- Un joven completamente desconocido todavía para los hombres habló para mi en aquella hora extraordinaria. Habló de una especial misión que algún día le sería confiada. Yo, el único que le escuchaba en esta hora, no entendía apenas lo que quería decir con todo aquello. Habrían de pasar muchos años antes de comprender lo que esta hora vivida bajo las estrellas y alejado de todo lo terreno había significado para mi amigo. El silencio siguió a sus palabras. Descendimos de nuevo hacia la ciudad. De las torres llegó hasta nosotros la hora tercera de la mañana. Nos separamos delante de nuestra casa. Adolf me estrechó la mano en señal de despedida. Vi, asombrado, que no se dirigía en dirección a la ciudad, camino de su casa, sino de nuevo hacia la montaña.


- ¿A dónde quieres ir?, le pregunté asombrado. Brevemente replicó:


- ¡Quiero estar solo!


- Le seguí aún largo tiempo con la mirada, mientras él, envuelto en su oscuro abrigo, descendía solo las calles nocturnas y desiertas.

Es de suponer que Kubizek apenas lograra entender a su amigo. Sin embargo, treinta y tres años después, cuando ambos amigos se reencontraron, Hitler recordaba perfectamente aquel día. Dijo:

- En aquella hora empezó. 

25 de diciembre de 2008

Las Navidades más tristes de Hitler


Como es sabido, Hitler sintió verdadera adoración hacia su madre. Hasta el final de su vida siempre le acompañó un retrato de ella, del que no se separaba. A Hitler nunca le gustaron las Navidades porque le recordaban uno de los episodios más tristes de su vida: la muerte de su querida madre, en diciembre de 1907. El 21 de diciembre Hitler, que se encontraba en Viena, volvió a Linz porque su madre se encontraba gravemente enferma. Como era habitual en esa época, la ciudad estaba totalmente cubierta de nieve. El único amigo de Hitler, August Kubizek fue a visitar a la familia Hitler. Clara Hitler se encontraba en el lecho de muerte y le dijo al chico:

- Sea usted el buen amigo de mi hijo, aun cuando yo no esté ya. No tiene a nadie más.



La escena era realmente triste. Kubizek se lo prometió con lágrimas en los ojos. Bastaba ver el rostro de Hitler para saber que su madre había fallecido al día siguiente. A pesar de todo el joven Hitler supo conservar la serenidad aunque su rostro reflejaba todo lo que sufría.  Con el fallecimiento de su madre, Hitler perdió todo lo que la palabra amor significaba en su vida. Durante el entierro Hitler caminaba detrás del ataúd vistiendo un abrigo largo y negro de invierno, guantes negros y un sombrero.

Al día siguiente era Navidad y Hitler fue a casa de los Kubizek. Estaba muy abatido. "Todo en él parecía vacío y sin consuelo, sin la menor chispa de vida". Confesó a la madre de Kubizek que no había dormido en varias noches. Ésta le preguntó dónde se proponía pasar la velada de Navidad. Hitler respondió que había sido invitado en casa de su hermana, los Raubal, pero que aun no se había decidido. Finalmente se decidió a no ir. La Nochebuena de 1907 Hitler la pasó caminando durante muchas horas. Cuando Hitler, ya convertido en Canciller, recibió a su amigo Kubizek, recordaba perfectamente aquella Navidad triste. Finalmente, Hitler volvió a casa de su madre y se durmió.

Así pues, a Hitler nunca le gustaron las Navidades. Siempre procuró estar en compañía puesto que no le gustaba estar solo. 

28 de octubre de 2008

Hitler y el vegetarianismo



Las primeras noticias sobre el vegetarianismo de Hitler las encontramos de la mano de su amigo de juventud, Kubizek, en concreto en su libro "Adolf Hitler, Mi Amigo de Juventud".  Las memorias de Kubizek son la única referencia que tenemos sobre la juventud de Hitler. Aunque también debemos tener reservas en cuanto a su absoluta veracidad, lo cierto es que son una fuente muy rica en cuanto a acontecimientos y situaciones de la juventud del Führer.  Hitler, como amante de Wagner que era, abrazó el vegetarianismo al igual que el conocido músico. Pero aunque Kubizek indique que Hitler ya era vegetariano con 16 años, lo cierto es que cuando se inició la Primera Guerra Mundial, le tuvo que ser absolutamente imposible seguir esa dieta ya que no estaba en condiciones de exigir un rancho especial para él. Acabada la guerra Hitler se encontró con el mismo problema puesto que comía prácticamente siempre como invitado en muchos hogares en donde tampoco pudo exigir su dieta vegetariana. Sin embargo, sí existe un consenso en cuanto a que Hitler se hizo estricto vegetariano a la muerte de su sobrina Geli Raubal en 1931. A partir de entonces Hitler tuvo un cambio de actitud y no volvió a probar la carne. Además, por aquel entonces Hitler ya estaba en condiciones de tener sus propios cocineros. Dejemos al propio Führer que hable al respecto:

"En la época que comía carne yo sudaba mucho. Bebía cuatro vasos de cerveza y seis botellas de agua en el transcurso de una reunión ¡y conseguía perder nueve libras! Cuando me hice vegetariano, un sorbo de agua de cuando en cuando me es suficiente. El consumo de carne disminuye en el instante en que el mercado presenta más variedad de verduras y a medida que cada uno puede ofrecerse el lujo de los productos tempranos. Supongo que el hombre se ha vuelto carnívoro porque en la época glaciar le obligaron a ello las circunstancias. Le incitaron también a hacer cocer los alimentos, costumbre que tiene hoy, como se sabe consecuencias perniciosas... He vivido maravillosamente en Italia. No conozco país que más exalte. La cocina de Roma, ¡qué delicia!"

"Si propongo a un niño que escoja entre una pera y un trozo de carne se precipita sobre la pera. Habla su atavismo".

De la mano de dos de sus secretarias tenemos también abundantes anécdotas sobre su vegetarianismo. Traudl Junge nos dice:

"El Führer  intentaba durante la comida que nadie disfrutara de la carne. NO quería convertir a nadie al vegetarianismo, pero de repente se ponía a contar qué horribles son los mataderos: "Cuando el cuartel general estuvo estacionado en Ucrania, mi gente tuvo que inspeccionar el matadero más grande y moderno de allí. Era una fábrica completamente mecanizada, del cerdo a la salchicha, incluido el tratamiento de los huesos y los pellejos. Todo estaba limpio,  y unas chicas muy guapas con botas de goma estaban metidas hasta las pantorrillas en sangre fresca. Sin embargo, muchos se sintieron mal y salieron sin haberlo visto todo. Eso no me puede pasar a mí. Yo puedo contemplar sin problemas cómo sacan de la tierra las zanahorias y las patatas, cómo se recogen los huevos en el establo y se ordeñan las vacas." La mayor parte de los comensales ya estaban tan acostumbrados a estas conversaciones que nadie perdía el apetito. Pero Hitler siempre encontraba una víctima. El impresionable jefe de prensa se puso pálido, dejó el tenedor y el cuchillo y afirmó modestamente que no tenía hambre. A veces, a esta conversación le seguía una pequeña reflexión filosófica sobre lo cobardes que son los seres humanos: los hombres no pueden hacer ni contemplar muchas acciones, pero sacan partido de su conciencia de estas. "

Tambien Junge nos da pistas sobre lo sencilla que era la comida de Hitler:

"Hitler pedía platos simples, zanahorias con patatas y huevos pasados por agua". 

Dejemos hablar ahora a otra de sus secretarias, Christa Schroeder:

"Hacia el mediodía, Hitler llamaba para que le trajeran el desayuno que, durante los primeros años, se componía de un vaso de leche y de un poco de pan de régimen. Más adelante, no comía sino una manzana rayada y, al final, una especie de compota preparada según la fórmula de un médico suizo.

Hitler, muy frugal, prefería sobre todo los platos únicos y tenía una marcada debilidad por las alubias. A continuación, venían los guisantes y las lentejas. No había ninguna diferencia entre lo que él comía y lo que se servía  a los invitados, a excepción de que su comida no había estado en contacto con ninguna carne o grasa. Rechazaba incluso el caldo de carne. La carne le inspiraba literalmente horror. Estaba convencido de que su consumo apartaba de la vida natural al hombre. Cuando discutíamos sobre ese punto, nos citaba el ejemplo de los caballos y los elefantes, animales dotados de una gran fuerza, contrariamente a los perros, animales esencialmente carnívoros, que se agotan rápidamente al hacer un esfuerzo. Para asquear a sus comensales sobre el consumo de carne, le gustaba describir en la mesa cómo un plato de carne representa comer una materia muerta y descompuesta.... Cuando, por el contrario, elogiaba su régimen vegetariano, se lanzaba a eufóricas descripciones sobre el modo en que los elementos habían sido producidos." 

Así pues, creo haber aclarado suficientemente que Hitler fue un vegetariano estricto y que es una fantasía absoluta que su plato favorito fuera trucha asalmonada, como nos han querido vender a través del cocinero belga Jeroen Meus. 

Fuentes:

Conversaciones sobre la Guerra y la Paz, Adolf Hitler
Hasta el último momento, Traudl Junge
Doce Años junto a Hitler, Christa Schroeder

Fotografía: Hitler de paisano en 1928.

6 de octubre de 2008

El Secreto de Hitler


Durante años he sido y soy un asiduo lector de libros sobre la figura de Hitler. Lo primero que me llama la atención es que, décadas y décadas después de la desaparición de Hitler, y tras una impresionante campaña de desprestigio de su figura, el nivel de atracción del Führer no sólo no ha desaparecido sino que aumenta con los años. Esto se demuestra fácilmente por la inmensa edición de libros que sobre su figura aparecen todos los años. Un libro sobre Hitler es un bestseller asegurado. De eso no cabe ninguna duda.

El último libro que ha aparecido, con gran rapidez de traducciones mundiales, es "El secreto de Hitler", de Lothar Machtan, en donde el autor trata de demostrar la supuesta homosexualidad de Hitler. El libro ha sido precedido de una amplia cobertura en prensa y televisión, al punto que, a los pocos meses de su edición, la población ya asocia la persona de Hitler con su supuesta homosexualidad. Me pregunto si esto es casual. Quiero decir: un libro sobre el vegetarianísmo de Hitler ¿hubiera tenido la misma cobertura? Me temo que no. De lo que se trata aquí es de asociar a la figura de Hitler con algo perverso. ¿Asocia la gente las figuras de Cervantes, Shakespeare, Leonardo Da Vinci, Miguel Angel, Platón etcétera con la homosexualidad aunque sea una supuesta homosexualidad?

Lo primero que hay que hacer para escribir un libro sobre Hitler y que lo publiquen masivamente (y por lo tanto, te hagas millonario), es advertir al lector de la maldad de Hitler. También tiene que dejar claro que su figura le repugna. ¿Por qué escribe una persona un libro o varios sobre un personaje que le produce repugnancia? Esto tiene que quedar muy claro en los prólogos. Ian Kershaw , uno de los últimos biógrafos en apuntarse al carro, asegura que, tras años de investigación Hitler le parece "aun más repulsivo que antes" (EL PAIS 1-12-2001). Lothar Machtan asegura en su prólogo que Hitler es el mayor criminal político de los tiempos modernos y que por esa razón debería interesar al gran público conocer su vida privada. Incluso va más allá asegurando que Hitler es un asunto de interés público y de moral pública. Pero, ¿en realidad es Hitler un asunto de interés público?. Yo más bien diría que es un asunto de intereses oscuros y, sobre todo, un asunto que reporta muchos beneficios. Y en medio de esos intereses oscuros y de beneficios sitúo la obra de Machtan "El secreto de Hitler". Lo primero que llama la atención de su obra son las abundantes coletillas tipo " parece verosímil", "no lo sabemos", "la cuestión queda por tanto sin respuesta", "al parecer", "quizá", "podría ser", "solo caben especulaciones" etcétera. Solamente por éstas abundantes coletillas el libro no merece ningún crédito.

¿Cómo es posible querer demostrar algo acompañado por semejantes dudas? Machtan intenta vincular acontecimientos ocurridos en la adolescencia de Hitler con su amigo Kubizek con su supuesta homosexualidad. Y recurre al relato del propio Kubizek e incluye un pasaje que éste recuerda en el que Hitler se tumbó desnudo en una cabaña.  ¿Por qué se tumbó Hitler desnudo en una cabaña? ¡ Para secar su ropa mojada tras una intensa lluvia! Incluso en el caso de que dos muchachos  se encuentren desnudos no significa en modo alguno que sean homosexuales. Si Kubizek quisiera ocultar su homosexualidad y su relación íntima con Hitler: ¿por qué iba a relatar un hecho comprometedor? Machtan transforma un inocente relato de juventud en una supuesta homosexualidad pero no obtiene ningún crédito en su intento. El cúmulo de barbaridades de Machtan llega a su cenit cuando afirma que el odio de Hitler hacia los judíos se convirtió en un arma para combatir su miedo a ser descubierto como homosexual. Ya solo esta afirmación merece un estudio  pero no de Hitler sino de quien lo asegura. En todo caso, no es la primera vez que se busca una causa absurda del odio de Hitler hacia los judíos. Se ha llegado a decir que odiaba a los judíos porque el mismo era judío. Sin embargo esto nunca ha podido ser demostrado. También se ha escrito que el odio de Hitler hacia los judíos se gestó cuando murió su madre, que fue tratada por un médico judío. Pero afirmar que Hitler odiaba a los judíos para ocultar su homosexualidad es tan ridículo como afirmar que se dejó bigote por el mismo motivo. En toda la biografía de Hitler la época que más fácil resulta imaginarlo (y digo imaginar) como homosexual es su etapa de Viena, una etapa anónima y de la que se conoce bien poco. Es por esto que cualquier biógrafo puede soltar rienda suelta a su propio tema adaptándolo a sus intereses.

Así que Machtan no deja escapar su ocasión y se pregunta que cómo era posible que Hitler tuviera unos ingresos anuales de 1200 marcos. La única respuesta para él es que Hitler tenía amantes ricos y se empeña en encontrar un paralelismo entre homosexualidad y dinero. Sin embargo en la misma página encontramos una declaración en donde afirma que Hitler era "demasiado orgulloso para dejarse regalar algo". Por otra parte, Machtan intenta dar crédito a declaraciones de personajes y anécdotas sin ningún éxito. Hablando de los años de Hitler en la Gran Guerra muestra un relato en el que se afirma que la vida en común de los camaradas de guerra encierra siempre aspectos libidinosos "incluso para los soldados heterosexuales, la proximidad física de los cuerpos hacía permeable la frontera de la homosexualidad". Y con esta declaración de tiempos de guerra quiere presentarnos a Hitler como homosexual, pero si le damos el más mínimo crédito resulta que todos los soldados se convirtieron en tiempos de guerra en homosexuales. Continuando con las especulaciones con las que Machtan nos pretende convencer, el autor dice que Hitler sirvió de modelo en Francia para un desnudo pintado por un oficial homosexual y que a continuación se fue a la cama con él. En primer lugar esto es inimaginable en Hitler ya que es de sobra conocido que tenía aversión a mostrarse desnudo. De hecho no se conoce ningún relato sobre cómo era el cuerpo de Hitler desnudo. Así que como para imaginarlo desnudo durante horas delante de un pintor. No obstante Machtan tiene la desfachatez, líneas después, de decir que "no se ha podido confirmar y sigue siendo un rumor". Me pregunto: ¿cómo se permite la publicación de un libro que contiene tantos titubeos y tantos testimonios sin confirmar?. Otra cuestión que convierte a Machtan no solo en un ignorante sino en un homófobo, son manifestaciones tan absurdas como que la música de Wagner, a la que Hitler fue siempre un gran aficionado, es una válvula de escape para los homosexuales. Ignorante aparece Machtan cuando pretende meter en el mismo saco los gustos de Hitler. Lo mismo nos lo presenta como pederasta que mantiene relaciones con jovencítos de 18 años (cuyas declaraciones claramente parecen sobornos y chantajes) que con ancianos como Dietrich Eckart. Es muy raro que una persona tenga un abanico de gustos sexuales tan amplios. Pero de lo que se trata es de dar nombres. También llama la atención que la gran mayoría de las personas que el autor califica de homosexuales como Rudolf Hess, Emil Maurice, Kubizek, Julius Schreck etcétera fueran hombres casados y con vidas heterosexuales. Machtan intenta a la desesperada incluir en su libro frases que puedan estar relacionadas con la supuesta homosexualidad de Hitler.

 Así, por ejemplo, me resulta muy poco oportuna la declaración de Klaus Mann, el hijo de Thomsas Mann, que se atrevió a decir que Hitler y su movimiento "provienen de regiones ambiguas de la naturaleza humana, que difícilmente podrían soportar verse expuestas a la luz". ¿Acaso ignoraba Klaus la homosexualidad (esta vez sí demostrada) de su padre?. Es increíble que Machtan se atreva a colocar semejante frase ignominiosa contra la homosexualidad, aunque sea como testimonio acusador contra Hitler. Por otra parte, Klaus Mann utiliza la homosexualidad como arma arrojadiza y no como prueba. Lo mismo llama a Hitler homosexual que dice que tiene una nariz indecente. Esto no es serio. Machtan incluye una supuesta frase de Hitler en la que dijo: "¿ qué me importa la vida privada de mis seguidores?. Me gusta la música de Wagner; ¿debo acaso cerrarle mis oídos porque fuera un pederasta?. Todo esto es absurdo". Sin embargo el historiador Nicolai Tolstoy en su obra "La noche de los cuchillos largos" pone la cita así: "¡Es ridículo! A mí me encanta la música de Richard Wagner. ¿Acaso debo taparme los oídos porque era un homosexual?". Como se ve, existe una ligera diferencia y aun hoy, no sé si Wagner fue pederasta, homosexual o ambas cosas a la vez. Quizá ni una ni otra puesto que los llamados historiadores no hacen más que confundir a los lectores. Por si no hubiera ya un absoluto caos en lo que se refiere al rigor histórico de los hechos ocurridos en el Tercer Reich Machtan echa más leña al fuego de la confusión.

La noche de los cuchillos largos fue un episodio sangriento en donde Hitler liquidó a buena parte de los mandatarios de la S.A. que representaban un peligro para el ejército. Con seguridad Hitler obró así para asegurarse su mandato y presionado por el ejército y buena parte de la población. Sin embargo la novedad en Machtan es que lo hizo para tapar su homosexualidad. Como muchos jefes de las S.A. eran homosexuales, Hitler los liquidó para no levantar sospechas. Es asombroso. Al final de su obra Machtan nos presenta a Speer como supuesto amor no correspondido de Hitler. Y nos ofrece el relato del último encuentro de los dos como "el cierre sentimental de una trayectoria vital homoerótica. Claro que, esta vez, lo hace con interrogaciones y su habitual frase dubitativa. En todo caso, no se extiende mucho con Speer puesto que, queda claro, el tema no le da para mucho.

La vergüenza más absoluta de Machtan llega al final del libro cuando afirma que fueron los propios alemanes de la posguerra los que se negaron a admitir "nuevas destrucciones de la identidad. Se mantuvo el tabú de una sociedad de colaboracionistas; expresaba que los alemanes no habían abjurado por completo de la fe en su Fürher". Osea, que los alemanes adoraban tanto a Hitler, incluso después de muerto, que no solo no estaban preparados para oír que el Fürher era homosexual, sino que solo leían lo que "se quería saber". Esto incluso es más ilógico que la propia idea del libro puesto que la propaganda contra Hitler fue inmensa una vez finalizada la guerra. Dudo mucho que hubiera muchos partidarios de Hitler tan solo unos meses después de su muerte. Pero Machtan se empeña en demostrar lo contrario. En todo caso, si debemos creer a Machtan por las pruebas que nos da, éstas no serían nunca concluyentes puesto que existe mucha más literatura sobre Hitler y las mujeres que sobre su homosexualidad.