11 de febrero de 2010

La Visión

El incidente es muy conocido pero no por ello menos espectacular. Lo relató el amigo de juventud de Hitler Kubizek:

- Lo que más fuertemente ha quedado grabado en mi memoria al recordar mi juvenil amistad con Adolf Hitler, no son sus discursos, ni tampoco sus ideas políticas, sino aquella escena nocturna en el Freinberg. Con ello se había decidido, de manera definitiva, su destino. Es cierto que exteriormente se mantenía en su proyectada carrera artística, sin duda por consideración a su madre; pues para éste se aparecía ciertamente como un objetivo mucho más concreto cuando decía que sería pintor artístico que si hubiera dicho: seré político. Sin embargo, la decisión de seguir por este camino tuvo lugar en esta hora solitaria en las alturas que rodean la ciudad de Linz. Tal vez no sea la palabra "decisión" la más adecuada; pues no fue una decisión voluntaria, tomada por sí mismo, sino más bien na visión del camino a seguir, que estaba completamente fuera del alcance de su voluntad.

La pareja de amigos se dirigió al teatro para ver la representación de "Rienzi", de Wagner. Cuando salieron de la representación Hitler caminaba por las calles "serio y encerrado en si mismo, las manos profundamente hundidas en los bolsillos del abrigo, hacia las afueras de la ciudad".

- Aun cuando, por lo general, después de una emoción artística como la que acababa de agitarle, solía empezar a hablar inmediatamente y juzgar agudamente la representación para liberarse a si mismo de las opresoras impresiones, después de ésta de Rienzi guardó silencio durante largo tiempo. Esto me asombró. Le pregunté su parecer sobre la obra. Adolf me miró extrañado, casi con hostilidad.

- Era una sombría y desapacible noche de noviembre. La húmeda y helada niebla se extendía densa sobre las estrechas y desiertas callejuelas. Nuestros pasos resonaban extrañamente sobre el adoquinado. Adolf tomó un camino que pasaba por delante de las pequeñas casitas de los arrabales de la ciudad, aplastadas casi sobre el terreno, y que lleva hasta las alturas del Freinberg. Ensimismado, mi amigo caminaba delante de mi. Todo esto me parecía  casi inquietante. Adolf estaba más pálido que de costumbre. El cuello del abrigo levantado reforzaba aún más esta impresión.

- El camino seguía por entre diminutos y míseros jardines y pequeños prados. La niebla quedaba atrás. Como una masa pesada y hosca gravitaba sobre la ciudad y substraía las casas de los hombres a nuestras miradas.

- ¿A dónde quieres ir? quise preguntar a mi amigo. Pero su delgado y pálido rostro parecía tan distante, que contuve la pregunta. No había ya nadie a nuestro alrededor. La ciudad estaba sumida en la niebla. Como impulsado por un poder invisible, Adolf ascendió hasta la cumbre del Freinberg. Y ahora pude ver que no estábamos en la soledad y la oscuridad; pues sobre nuestras cabezas brillaban las estrellas.


- Adolf estaba frente a mi. Tomó mis dos manos y las sostuvo firmemente. Era éste un gesto que no había conocido hasta entonces en él. En la presión de sus manos pude darme cuenta de lo profundo de su emoción. Sus ojos resplandecían de excitación. Las palabras no salían con la fluidez acostumbrada de su boca, sino que sonaban rudas y roncas. En su voz pude percibir cuán profundamente le había afectado esta vivencia.

- Lentamente fue expresando lo que le oprimía. Las palabras fluyeron más fácilmente. Nunca hasta entonces, ni tampoco después, oí a Adolf Hitler como en esta hora, en la que estábamos tan solos bajo las estrellas, como si fuéramos las únicas criaturas de este mundo. 

- En estos momentos me llamó la atención algo extraordinario, que no había observado jamás en él, cuando me hablaba lleno de excitación; parecía como si fuera otro Yo el que hablara por su boca, que le conmoviera a él mismo tanto como a mi. Pero no era, como suele decirse, que un orador es arrastrado por sus propias palabras. ¡Por el contrario! Tenía más bien la sensación como si él mismo viviera con asombro, con emoción incluso, lo que con fuerza elemental surgía en su interior. No me atrevo a ofrecer ningún juicio sobre esta observación. Pero era como un estado de éxtasis, un estado de total arrobamiento, en el que lo que había vivido en "Rienzi", sin citar directamente este ejemplo y modelo, lo situaba en una genial escena, más adecuada a él, aun cuando en modo alguno como una simple copia del "Rienzi". Lo más probable es que la impresión recibida de esta obra no fuera más que el impulso externo que le hubiera obligado a hablar. Como el agua embalsada que rompe los diques que la contienen salían las palabras de su interior. En imágenes geniales, arrebatadoras, desarrolló ante mi su futuro y el de su pueblo...


- Un joven completamente desconocido todavía para los hombres habló para mi en aquella hora extraordinaria. Habló de una especial misión que algún día le sería confiada. Yo, el único que le escuchaba en esta hora, no entendía apenas lo que quería decir con todo aquello. Habrían de pasar muchos años antes de comprender lo que esta hora vivida bajo las estrellas y alejado de todo lo terreno había significado para mi amigo. El silencio siguió a sus palabras. Descendimos de nuevo hacia la ciudad. De las torres llegó hasta nosotros la hora tercera de la mañana. Nos separamos delante de nuestra casa. Adolf me estrechó la mano en señal de despedida. Vi, asombrado, que no se dirigía en dirección a la ciudad, camino de su casa, sino de nuevo hacia la montaña.


- ¿A dónde quieres ir?, le pregunté asombrado. Brevemente replicó:


- ¡Quiero estar solo!


- Le seguí aún largo tiempo con la mirada, mientras él, envuelto en su oscuro abrigo, descendía solo las calles nocturnas y desiertas.

Es de suponer que Kubizek apenas lograra entender a su amigo. Sin embargo, treinta y tres años después, cuando ambos amigos se reencontraron, Hitler recordaba perfectamente aquel día. Dijo:

- En aquella hora empezó.